El papá de las computadoras
Por no ser macho, lo que se dice macho,
hombre de pelo en pecho, Alan Turing fue condenado.
Él chillaba, graznaba, tartamudeaba.
Usaba una vieja corbata a modo de cinturón. Dormía poco y pasaba días sin afeitarse y corriendo atravesaba las ciudades de punta a punta, mientras
mentalmente iba elaborando complicadas fórmulas matemáticas.
Trabajando para la inteligencia
británica, unos años atrás, había ayudado a abreviar la segunda
guerra mundial cuando
inventó la máquina capaz de descifrar los indescifrables códigos del
alto
mando militar de Alemania.
Para entonces, ya había imaginado un
prototipo de computadora electrónica y había echado las bases teóricas de la informática moderna.
Después, dirigió la construcción de la
primera computadora que operó con programas integrados.
Con ella jugaba
interminables partidas de ajedrez y le formulaba preguntas que la volvían loca y
le
exigía que le escribiera cartas de amor. La máquina obedecía emitiendo
mensajes más bien
incoherentes.
Pero fueron policías de carne y hueso los
que en 1952 se lo llevaron preso, en Manchester, por indecencia grave.
Sometido a juicio, Turing se declaró
culpable de homosexualidad.
Para que lo dejaran libre, aceptó
someterse a un tratamiento de curación.
El bombardeo de drogas lo dejó impotente.
Le crecieron tetas. Se encerró.
Ya no iba ni a la universidad. Escuchaba
murmullos, sentía miradas que lo
fusilaban por la espalda.
Antes de dormir, era costumbre, comía una
manzana. Una noche, inyectó cianuro en la manzana que iba a comer.
Espejos. Una historia casi universal. Eduardo Galeano
Fotógrafo desconocido |
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